Alabanza: más que cantar palabras correctas

En la escuela donde trabajo como maestro, se enseña a los estudiantes a responder a la pregunta “¿Cómo están?” de la siguiente manera: “Bien. Muy bien. Perfectamente bien, gracias. ¿Y usted, cómo está?”. Es profundamente satisfactorio —no solo para mí como maestro, sino también para la directora— escuchar a todos los estudiantes responder al unísono de esa manera.

Sin embargo, la realidad es que no todos los estudiantes están bien todo el tiempo. Cuando alguno no lo está, suele notarse: guarda silencio, su rostro no refleja alegría o su tono de voz lo delata, aun cuando pronuncia las palabras correctas.

Ahora bien, este artículo no trata sobre la escuela, ni sobre los estudiantes, ni siquiera sobre los maestros. Comienzo con este ejemplo porque algo muy similar puede ocurrir en la iglesia, particularmente durante el tiempo de alabanzas: podemos repetir las líneas de un himno o de una canción bíblicamente correcta sin que nuestro corazón sienta lo que decimos.

El Magnificat, sin embargo, está aquí para ayudarnos precisamente en este asunto:

LA IMPORTANCIA DE LOS AFECTOS

El Magnificat, o Canto de María, es un himno de alabanza que María pronunció durante su visita a su parienta Elisabet, y que se registra en Lucas 1:46–55. Su nombre proviene de la primera palabra del himno en latín (Magnificat), que significa “engrandece”.

El himno comienza así:

“Mi alma engrandece al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador” (vv. 46–47).

María engrandece a Dios, no como si Él fuera pequeño y necesitara ser hecho grande por ella. María no estaba haciendo que Dios luciera grande con halagos exagerados. Más bien, ella estaba haciendo que Dios se viera tan grande como Él realmente es con palabras que reflejaran todo lo que Él es y hace.

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