La ciudadanía de países de la Unión Europea —como España—, la de Estados Unidos y la de Canadá se encuentran entre las más codiciadas del mundo. La razón es evidente: estos países ofrecen beneficios internos como calidad de vida y poder económico, así como ventajas externas, especialmente la facilidad de movilidad internacional.
Sin embargo, en este breve artículo quiero hablarte de una ciudadanía mucho más importante que todas estas.
Alejados de la ciudadanía de Israel
«recuerden que en ese tiempo ustedes estaban separados de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel, extraños a los pactos de la promesa, sin tener esperanza y sin Dios en el mundo» (Efesios 2:12).
Sin Cristo estábamos lejos de la ciudadanía de Israel. Puede que, para algunos, esto no parezca gran cosa, pero en realidad lo es. En el Antiguo Testamento, Dios escogió a Israel —y no a ninguna otra nación— como Su pueblo especial: “Porque tú eres pueblo santo para el Señor tu Dios; el Señor tu Dios te ha escogido para ser pueblo Suyo de entre todos los pueblos que están sobre la superficie de la tierra” (Deuteronomio 7:6).
A Israel se le confiaron privilegios únicos: la Palabra de Dios (Romanos 3:2), la adopción, la gloria, el pacto, la ley, el culto y las promesas; de ellos son los patriarcas, y de ellos, según la carne, vino Cristo, “el cual es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos” (Romanos 9:4-5).
Sin Cristo, estamos excluidos de esa ciudadanía. Si crees que duele que te nieguen una visa americana, mucho más doloroso es estar excluido de la ciudadanía del Israel espiritual de Dios.
Estar fuera implica vivir sin la ley de Dios. Y aunque algunos lo vean como algo positivo, en realidad es vivir sin sabiduría, sin justicia, sin santidad y sin la bondad que reflejan Su ley.
En el Antiguo Testamento, estar fuera de la ciudadanía de Israel era estar fuera de la salvación. Como explica Reformation Study Bible: “[Estar alejados de la ciudadanía de Israel era no ser] ciudadanos de la nación con la cual Dios estaba en relación de pacto. Aunque la relación de Dios con Israel incluía una promesa de bendecir a las naciones (Génesis 12:3), los gentiles no estaban conscientes de esa esperanza”.
Ciudadanos de los cielos
«Así pues, ustedes ya no son extraños ni extranjeros, sino que son conciudadanos de los santos y son de la familia de Dios» (Efesios 2:19).
En Cristo somos ciudadanos del Israel espiritual de Dios, somos conciudadanos de los santos. Antes éramos extranjeros y extraños, estábamos lejos del pueblo del Señor.
Y si todavía no eres cristiano, no eres hijo de Dios —no te engañes—. Pero en Cristo todo cambia: ahora somos conciudadanos de los santos, con los mismos privilegios, herederos al igual que ellos y partícipes de las mismas bendiciones espirituales. Como dice Efesios 3:6: “que los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, participando igualmente de la promesa en Cristo Jesús mediante el evangelio”.
En Cristo disfrutamos de la protección y la guía de Dios. Pero hay más: como afirma Filipenses 3:20, nuestra verdadera ciudadanía no está en Estados Unidos, ni en España, ni en Canadá, ni siquiera en el Israel terrenal, sino en los cielos.
No digo que sea malo buscar una ciudadanía extranjera en este mundo. Pero recuerda: no importa a qué país vayas, siempre encontrarás problemas. Tal vez dejes tu nación porque allí hay ciertos problemas, pero en la que llegues hallarás otros males. Solo en el cielo no habrá problemas.
En el cielo no hay enfermedad, dolor ni muerte. No hay pecado, ni desastres naturales. No hay huelgas. No hay tiroteos. No hay corrupción en el gobierno, porque el Rey de esa patria es perfectamente santo, justo y bueno. El cielo es la patria perfecta y, si eres cristiano, ya tienes tu ciudadanía asegurada.
Esa ciudadanía no se compra ni se obtiene pasando un examen. Fue pagada con la sangre preciosa de Jesús y ahora se ofrece gratuitamente a todo aquel que se arrepiente de sus pecados y confía en Él como Salvador y Señor.