¿Qué imagen viene a tu mente cuando te encuentras con el término “ministerio”? Si eres como la mayoría de las personas, la primera imagen que vendrá a tu mente será la de un hombre, con camisa manga larga y corbata, predicando la Palabra de Dios desde un púlpito. Muchos piensan erradamente que pastorear es “el” [único] ministerio. Otros saben que el uso correcto de los dones del Espíritu dentro de las cuatro paredes donde se reúne la iglesia es también ministerio. Lo cual es cierto. Pero no es menos cierto que ministrar va más allá, es más amplio. Ministerio no es más que servir y, por lo tanto, un ministro no es más que un servidor.
En Colosenses 3:22-24 el apóstol Pablo (inspirado por Dios) dijo lo siguiente:
“Siervos, obedeced en todo a vuestros amos en la tierra, no para ser vistos, como los que quieren agradar a los hombres, sino con sinceridad de corazón, temiendo al Señor. Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres, sabiendo que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia. Es a Cristo el Señor a quien servís”.
He escogido ese pasaje bíblico no tan sólo porque el principio allí se aplica a los empleados hoy, sino también por dos razones más. En primer lugar, porque a los siervos a los cuales se dirigen esas palabras eran esclavos. Sin embargo, y aquí viene la segunda razón, se dice de ellos: “Es a Cristo el Señor a quien servís”; y también: “del Señor recibiréis la recompensa de la herencia”. Aunque ser un esclavo era la condición más baja, no había privilegio más alto que servir al Señor y ser recompensado por Él.
A donde quiero llegar con todo esto es a la siguiente verdad: todo trabajo lícito que el cristiano hace principalmente para Jesucristo, obedeciendo Su Palabra (p. ej. “hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres”) y para Su gloria es ministerio. Charles Spurgeon dijo acertadamente:
“Oído a algunos de ustedes decir: “No estamos involucrados en un trabajo de tal naturaleza que podríamos llamarlo, precisamente, “trabajo para Dios”. Bien, hermanos y hermanas, ¿estás involucrado en una obra en la cual te esfuerzas por dar gloria a Dios? ¿Es tu negocio ordinario y común un negocio lícito –no tienes duda alguna de que es honesto, y en su realización sigues los principios correctos–? ¿Te esfuerzas por glorificar a Dios en la tienda? ¿Grabas sobre las campanillas de los caballos “Santidad a Jehová”? Sería imposible que todos fueran predicadores. ¿Dónde, entonces, estarían los oyentes? Mucho estaría fuera de lugar si dejaras tu vocación común y te dedicaras a lo que es llamado, sin apoyo bíblico, “el ministerio”. ¡El hecho es que la vida religiosa más auténtica es aquella en la cual un hombre sigue su llamamiento común en la vida en el espíritu de un cristiano! Ahora, ¿estás haciendo eso? Si es así, tú estás ministrando delante de Dios al medir una tela o al pesar libras de productos tanto como Josué al luchar contra los heveos, los jebuseos y los hititas. Estás sirviendo a Dios al cuidar de tus propios hijos y al entrenarlos en el temor de Dios, y al ocuparte de la casa, y al hacer de tu familia una iglesia para Dios tanto como si hubieras sido llamado a dirigir un ejército a la batalla para el Señor de los ejércitos” (Strengthening medicine for God’s servants [Medicina para fortalecer a los siervos de Dios]).
Así que, ya sea que trabajes como ingeniero, arquitecto, doctor, publicista, maestro, abogado, policía, o como transportista público, mecánico, plomero o doméstica; sabe que eres un ministro de Dios llamado a servir al Señor y a esperar de Él la recompensa.