Según Juan 5, en Jerusalén había un estanque con cinco pórticos que en Hebreo se llamaba Betesda. En esos pórticos estaban tendidos una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos «que esperaban el movimiento del agua; porque un ángel del Señor descendía de vez en cuando al estanque y agitaba el agua; y el primero que descendía al estanque después del movimiento del agua, quedaba curado de cualquier enfermedad que tuviera».
Los eruditos dicen que lo último que acabo de citar (la segunda mitad del versículo 3 y todo el versículo 4) no se encuentra en los mejores y más antiguos manuscritos de este evangelio. Sin embargo, el hecho de que había una multitud de enfermos tendida allí y que el paralítico respondiera a Jesús como lo hizo nos da a entender que esa era una creencia –aunque no aprobada por las Escrituras– que muchas personas tenían en ese tiempo.
COMPASIVO Y TODOPODEROSO
Entre la multitud de enfermos había un hombre al cual Jesús vio: Él lo vio enfermo, lo vio en el suelo, lo vio desamparado. Jesús supo que éste tenía mucho tiempo en aquella condición, que ni el enfermo mismo ni otras personas podían cambiar. Entonces Jesús le preguntó: “¿Quieres ser sano?”. Obviamente esa pregunta no fue hecha por desconocimiento de Jesús o en tono de burla. La pregunta fue motivada por la compasión de Jesús. Jesús quería sanar a este hombre enfermo.
Esta fue la respuesta del enfermo: “Señor, no tengo a nadie que me meta en el estanque cuando el agua es agitada; y mientras yo llego, otro baja antes que yo”. Este enfermo no sabía que quien le había hecho la pregunta no era un mero hombre que podía ayudarlo a meterse en el estanque; quien le había hecho la pregunta era Aquel que sana a los enfermos, que da vista a los ciegos, que hace que los cojos corran y que hace que los paralíticos caminen. Si este enfermo hubiera sabido eso, él hubiera respondido: “¡Sí, quiero ser sano! ¡Sáname, Señor!”.
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