Dos de las cosas imprescindibles para sustentar nuestra vida física son la comida y el agua –sin éstas, morimos–. Pero Jesucristo es mucho más imprescindible tanto para nuestro cuerpo físico como también para nuestra alma. Jesucristo no es meramente agua, Él es el agua viva. Jesucristo no es meramente pan, Él es el pan de la vida.
En Juan 6 Jesucristo no tan solo se presenta a sí mismo como el agua viva y el pan de la vida, sino que también nos invita a comer Su carne y a beber Su sangre: “Jesús les dijo: Yo soy el pan de la vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí nunca tendrá sed” (v. 35). Ahora, comer Su carne y beber Su sangre no es en sentido literal; como vemos claramente en el versículo anterior, comer Su sangre y beber Su sangre se refiere a ir a Jesucristo para recibir lo que Él prometió, se refiere a creer en quien Jesucristo es.
Una vez hemos dado la espalda al pecado y hemos venido confiadamente a Jesucristo, Él satisface nuestra alma de tal manera que ésta nunca más tendrá hambre o sed. Y no solamente eso, sino que también Él sustentará nuestra vida física para siempre al resucitar nuestros cuerpos en el día final: “Y esta es la voluntad del que me envió: que de todo lo que El me ha dado yo no pierda nada, sino que lo resucite en el día final” (v. 39). Nada ni nadie más puede sernos de tanto provecho (Jer. 2:11) o brindarnos un gozo completo y para siempre (Sal. 16:11).