En estas sobras de comida, estoy rodeada de una abundancia casi inimaginable. Aquí, en mi mesa, hay un símbolo humeante de mi asombroso privilegio: tanta sopa de tacos que no pudimos comerla toda y pudimos conservarla durante días porque, a través de un proceso que ni siquiera puedo comprender, los humanos descubrieron la electricidad y descubrieron que el gas de tetrafluoroetano comprimido que pasa a través de bobinas puede mantener los alimentos a la temperatura adecuada para su máxima conservación.
Esta abundancia, la gran cantidad y variedad de alimentos y la capacidad de conservarlos durante días, asombrarían a gran parte del mundo y a la mayoría de las personas a lo largo de la historia. Pero he sido embotada a las maravillas delante de mí. Doy por sentado este alimento.
Este hábito de orar por la comida me entrena en un modo de estar-en-el-mundo. Me recuerda que mi experiencia personal no es lo que determina si algo es o no una gracia y una maravilla, y que algunos de los regalos más asombrosos son los que más fácilmente se pasan por alto. Estas comidas olvidadas me moldean y me forman.
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Hay toda una industria a la que le gustaría que yo creyera que esta sopa de tacos es solo una sopa, simplemente una mercancía, un producto para ser consumido, sin nada que decir sobre la moralidad o lo que significa ser humano. Comer de esta manera me hace olvidar de dónde viene mi comida, ignorar su conexión con la tierra y con las personas que la cultivaron y cosecharon. Los sacrificios que representa esta sopa -tanto de personas como de animales- son invisibles para mí.
Si estuviera comiendo esta sopa hace un siglo, probablemente me habría llegado a través de la tierra que había cultivado o través de un agricultor que conocía y con quien podía hablar y vivir. Este tipo de comunidad integrada y comercio nos vincula con aquellos a quienes debemos gratitud: nuestros vecinos, nuestra tierra y, en última instancia, Dios. Pero ahora esta sopa de tacos es una mercancía anónima. Llega a mi mesa casi por arte de magia. Con este anonimato viene la ingratitud: no recuerdo a esos granjeros y pastores con los que tengo una deuda de agradecimiento. No pienso en la misericordia de Dios al proporcionar una cosecha. Y con el anonimato y la ingratitud viene la injusticia.
Al igual que gran parte de lo que consumimos en nuestro complicado mundo de capitalismo global y corporaciones multinacionales, comprar este maíz y estos frijoles me involucra, aunque sin saberlo, en redes de injusticia sistémica, explotación y degradación ambiental que ignoro y probablemente no le daría mi consentimiento.
No sé de dónde vinieron las cebollas en mi sopa o cómo fueron tratados los trabajadores que las cosecharon. Mis sobras pueden haber sido provistas por un hombre cuyos hijos no pueden pagar el almuerzo hoy. A pesar de lo que una cultura de consumismo pueda hacerme creer, mis sobras no son teológicamente neutrales.
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Las corporaciones que me vendieron los frijoles, el maíz y las cebollas en esta sopa me nombran solo como un consumidor. Nuestras relaciones son únicamente transaccionales -necesito ciertos bienes y servicios para vivir, y ellos me los proporcionan para obtener una ganancia-. La adoración cristiana, centrada en la Palabra y el sacramento, me recuerda que mi identidad central no es la de un consumidor: soy un adorador y un portador de Su imagen, creado para conocer, disfrutar y glorificar a Dios y para conocer y amar a quienes me rodean.
Estos frijoles anónimos dicen que lo que más me importa es el hecho de que necesito comprar cosas para seguir con vida. Pero Dios conoce a quienes cosechan estos frijoles y se preocupa por la justicia. Y Dios nos ha hecho no sólo para consumir, sino también para cultivar, proteger y bendecir.
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Recibimos todo en la vida, desde la sopa hasta la salvación, por gracia.
Extracto tomado de: Tish Harrison Warren. Liturgy of the Ordinary: Sacred Practices in Everyday Life, pp. 68-71. Traducción de Misael Susaña.