En estas sobras de comida, estoy rodeada de una abundancia casi inimaginable. Aquí, en mi mesa, hay un símbolo humeante de mi asombroso privilegio: tanta sopa de tacos que no pudimos comerla toda y pudimos conservarla durante días porque, a través de un proceso que ni siquiera puedo comprender, los humanos descubrieron la electricidad y descubrieron que el gas de tetrafluoroetano comprimido que pasa a través de bobinas puede mantener los alimentos a la temperatura adecuada para su máxima conservación.
Esta abundancia, la gran cantidad y variedad de alimentos y la capacidad de conservarlos durante días, asombrarían a gran parte del mundo y a la mayoría de las personas a lo largo de la historia. Pero he sido embotada a las maravillas delante de mí. Doy por sentado este alimento.
Este hábito de orar por la comida me entrena en un modo de estar-en-el-mundo. Me recuerda que mi experiencia personal no es lo que determina si algo es o no una gracia y una maravilla, y que algunos de los regalos más asombrosos son los que más fácilmente se pasan por alto. Estas comidas olvidadas me moldean y me forman.
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Hay toda una industria a la que le gustaría que yo creyera que esta sopa de tacos es solo una sopa, simplemente una mercancía, un producto para ser consumido, sin nada que decir sobre la moralidad o lo que significa ser humano. Comer de esta manera me hace olvidar de dónde viene mi comida, ignorar su conexión con la tierra y con las personas que la cultivaron y cosecharon. Los sacrificios que representa esta sopa -tanto de personas como de animales- son invisibles para mí.
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