Juan 9 relata que Jesús estaba pasando por el camino y vio a un ciego que estaba sentado, mendigando (v. 8). Y se nos dice que este ciego tenía esa condición desde su nacimiento. ¡Qué triste y seria era su enfermedad! No era una simulación. No era una enfermedad que con el tiempo se podía curar –él nació ciego, pasó toda su niñez ciego y ya era adulto y todavía estaba ciego–. Tampoco era una enfermedad que se podía mejorar con un medicamento o tratamiento.
NO POR UN PECADO
Los discípulos de Jesús se dirigieron a Él como “Rabí”, que significa “maestro”. Ellos tenían una pregunta difícil que sólo podía ser respondida por un maestro con un vasto conocimiento de la revelación divina. “¿Quién pecó…?” –ellos preguntaron–. Su pregunta no fue si la ceguera de este hombre era debido a un pecado, ellos suponían que sí. Ellos estaban preguntando si el pecado que había causado esta enfermedad –según ellos– había sido cometido por este hombre o por sus padres.
Recordemos que en Juan 5, Jesús le había dicho al paralítico de Betesda: “Mira, has sido sanado; no peques más, para que no te suceda algo peor” (v. 14). De ese pasaje aprendemos que una enfermedad puede ser el resultado de algún pecado específico cometido.
Pero debemos cuidarnos de llegar a esa conclusión rápidamente cuando veamos una enfermedad en otras personas o en nosotros mismos. No importa lo grave que ésta sea. ¿Por qué? Porque, en esta ocasión, Jesús les enseñó a Sus discípulos –y a nosotros– que una enfermedad no siempre es el resultado directo de algún pecado específico cometido:
“Ni este pecó, ni sus padres; sino que está ciego para que las obras de Dios se manifiesten en él” (v. 3).
SÍ PARA LA GLORIA DE DIOS
Dios había escogido a este hombre para ser como una pantalla a través de la cual las personas verían las obras gloriosas de Dios. Obras que Dios haría en este ciego, a través de Jesús, a quien Él envió. Es decir que el encuentro de Jesús con este hombre ciego no fue coincidencia, sino que ya había sido planeado por Dios y estaba ahora siendo ejecutado por Jesús.
Ahora, ¿escuchaste lo que Jesús dijo en el versículo 3? Dios “retuvo” la visión de este hombre desde su nacimiento para manifestar Sus obras en Él décadas después. ¿Qué te parece eso? ¿Le pedirías a Dios que te quite la vista y que con eso traiga gloria a Su nombre? ¿Le pedirías a Dios que tu hijo nazca ciego y por medio de eso dar gloria a Dios?
Mientras estudiaba este pasaje me encontré a mí mismo tratando de “defender” a Dios por una obra “difícil de digerir” como ésta. Pero, ¿y si Dios no quiere ser defendido? De hecho, Dios no necesita que lo defiendan ni que pidan excusas en Su nombre por Sus acciones. ¡Él es soberano!
Él dijo en Éxodo 4:11 que Él fue quien hizo al mundo y al sordo y al que ve y al ciego. Dios es libre de hacer lo que Él quiera, con quien Él quiera, sin necesidad de darle explicaciones a nadie. Dios es el autor de esta historia y es libre de crear los personajes que Él quiera y de hacer lo que Él quiera con ellos. El apóstol Pablo lo dijo allá en Romanos 9:20 de la siguiente manera: “¿Dirá acaso el objeto modelado al que lo modela: «Por qué me hiciste así?”.
DIOS ES BUENO
Según el relato, Jesús hizo lodo con Su saliva, le untó ese lodo a los ojos del ciego, le dijo que se fuera a lavar al estanque de Siloé y el que era ciego regresó viendo.
El ciego fue obediente a lo que Jesús le mandó porque él creyó en Jesús. El ciego no dijo que lo que Jesús estaba haciendo era ridículo ni pensó que después de tantos años nada iba a cambiar. Él se lavó –tal como Jesús le dijo que hiciera– y regresó viendo.
Imagina la emoción tan grande de este hombre después de que la luz entrara por sus ojos y él viera por primera vez los colores de la creación (el cielo azul, las nubes blancas, los árboles verdes), las personas moverse, la forma de las cosas.
Si tú y yo hacemos eso (hacer lodo con la saliva y untárselo en los ojos de un ciego), ¿saben lo que pasará? ¡Nada! Y ningún médico te va a recetar algo así. Al final no fue la saliva, no fue la tierra, no fue el lodo, tampoco fue el estanque de Siloé que le dio la vista a este hombre; fue Jesús.
¡Nadie le ha podido dar vista a un ciego de nacimiento! Como más adelante diría este hombre que era ciego: “Desde el principio jamás se ha oído decir que alguien abriera los ojos a un ciego de nacimiento” (v. 32). Eso es algo que sólo Dios puede hacer: “El Señor abre los ojos a los ciegos” (Sal. 146:8); “Entonces se abrirán los ojos de los ciegos” (Is. 35:5). Y si Jesús pudo hacer ese milagro, es porque Él es Dios.
Anteriormente dije que Dios es soberano y hace lo que Él quiera cuando Él quiera con quien Él quiera. Pero no es menos cierto que Dios es también bueno. Aunque este hombre había nacido ciego, Él no permaneció ciego. Dios en Su bondad, a través de Jesús, le regaló la vista a este hombre. Es cierto que el que era ciego no había hecho nada malo para nacer así, pero él tampoco había hecho nada bueno para recibir la vista.
Debido a que Dios es bueno podemos tener la confianza de pedirle que nos dé cosas buenas. Debido a que Dios es soberano no debemos creer que Dios está obligado a darnos todas y cada una de las cosas que pedimos.
De tres cosas podemos estar seguros: primero, Dios sigue siendo bueno incluso cuando Él “retiene” algo de nosotros. Segundo, en la persona de Jesús como luz del mundo ya tenemos salvación, conocimiento o revelación, sabiduría, vida, sanación y la presencia de Dios. Y eso es más que suficiente para estar gozosos y agradecidos. Tercero, que Dios traerá gloria a Su nombre en todo lo que haga.