Escuché a alguien decir que hoy en día nos sorprendemos de los pecados que el mundo comete y toleramos los pecados de la iglesia. Pero los pecados del mundo no deberían sorprendernos como si estos fueran lo extraño –aunque sí deberíamos llorar ante ellos y ser luz–; lo que sí debería escandalizarnos es el pecado cometido impenitentemente por la iglesia.
En 1 Tesalonicenses, Pablo habla acerca de la segunda venida de Jesucristo. En ese día, mientras los no-creyentes experimentarán la ira de Dios, los creyentes experimentarán la salvación final. Y esa doctrina tiene implicaciones para el aquí y el ahora, una de ellas se encuentra en el capítulo 4: “Porque esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación; es decir, que os abstengáis de inmoralidad sexual; que cada uno de vosotros sepa cómo poseer su propio vaso en santificación y honor, no en pasión de concupiscencia, como los gentiles que no conocen a Dios” (vv. 3-5).
¿Cuál es la voluntad de Dios para Su iglesia? Que sean santos, específicamente en este pasaje: que se abstengan de la inmoralidad sexual. La inmoralidad sexual abarca: pornografía, masturbación, homosexualidad, sexo fuera del matrimonio, sexo con otra persona que no es el cónyuge, etc. Todos esos pecados son cometidos por los que no conocen a Dios, aquellos que no han entrado en una relación con Dios a través de Jesucristo. Y de ellos Dios se vengará si no se arrepienten (v. 6). Pero a nosotros, que sí conocemos a Dios, Él nos llama a santificación (v. 7). No debería haber ni el más mínimo rastro de ellos dentro de la iglesia de Dios.
En todo esto no somos abandonados a nuestras propias fuerzas. El llamamiento a la santidad está acompañado por una oración para que el Señor «afirme vuestros corazones irreprensibles en santidad» (1 Ts. 3:13) y con la gloriosa realidad de que Dios nos da «su Espíritu Santo» (1 Ts. 4:8), quien nos fortalece para vivir tal como Él quiere que vivamos.