“Por tanto, somos embajadores de Cristo, como si Dios rogara por medio de nosotros, en nombre de Cristo les rogamos: ¡Reconcíliense con Dios!” (2 Corintios 5:20).
En 2 Corintios 5 se nos presenta a Dios (el ofendido) dando el primer paso en la reconciliación consigo del mundo (los ofensores). Pero eso no es todo, también encontramos a Dios (el Rey ofendido) rogándole al mundo (los traidores ofensores) que se reconcilien con Él. No es meramente llamándole o pidiéndole, es rogándole –llamamiento cerca, personal, un anhelo, un deseo–.
Todos nosotros los cristianos, los que predicamos el evangelio de Jesucristo, dice el versículo que «somos embajadores». Y un embajador representa al rey en el lugar donde está y transmite el mensaje del rey tal como éste lo ha pronunciado. Así que aunque es cierto que este ruego viene por medio de nosotros, no es menos cierto que es Dios por medio de nosotros cada vez que el evangelio es fielmente predicado.
Imagina la siguiente escena conmigo: “¿¡Qué estás haciendo!?”, le dice uno de los oficiales al Rey, “¡Ellos te pertenecen! ¡Tú no los necesitas!”. A lo que el Rey responde: “¿No lo entiendes? Mi gloria no es un accesorio con lo cual yo me visto, sino mi perfecto ser, mi hermoso carácter. Yo soy movido a compasión al ver las multitudes como ovejas dispersas que no tienen pastor (Mat. 9:36). Yo soy el que se lamenta por aquellos que son tercos en sus pecados (Lc. 23:37). Yo soy el que quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad (1 Ti. 2:4). Yo no tan sólo muestro amor, yo soy el amor mismo (1 Jn. 4:8). Yo no hago esto porque yo los necesite. Yo lo hago porque yo soy así y no tengo razón por la cual excusarme o cambiar”.
Ahora escucha al Rey rogar: “Vengan ahora, y razonemos», dice el Señor, «Aunque sus pecados sean como la grana, como la nieve serán emblanquecidos. Aunque sean rojos como el carmesí, como blanca lana quedarán” (Is. 1:18); “Todos los sedientos, vengan a las aguas; y los que no tengan dinero, vengan, compren y coman. Vengan, compren vino y leche sin dinero y sin costo alguno. ¿Por qué gastan dinero en lo que no es pan, y su salario en lo que no sacia? Escúchenme atentamente, y coman lo que es bueno, y se deleitará su alma en la abundancia” (Is. 55:1, 2); “Vivo Yo… que no me complazco en la muerte del impío, sino en que el impío se aparte de su camino y viva. Vuélvanse, vuélvanse de sus malos caminos. ¿Por qué han de morir, oh casa de Israel?” (Ez. 33:11).
Justo aquí, justo ahora, ruego en el nombre de Cristo, Dios ruega por medio de mí: ¡Se reconciliado con Dios! ¡Arrepiéntete de todos tus pecados! ¡Mírate a ti mismo como pecador y confiesa todos tus pecados a Dios! ¡Deja tus pecados con la ayuda de Dios! ¡Pon tu fe en Jesucristo como Salvador y Señor! ¡Ora confiadamente para que Jesucristo te salve de tus pecados y del castigo debido a estos –que te perdone de todos sus pecados–! Y entonces, y sólo entonces, serás salvado, serás reconciliado con Dios. Ya no habrá más enemistad, sino una comunión en amor con Dios. Pasarás de ser enemigo a ser amigo de Dios. Más aún, Dios te adoptará como uno de Sus hijos. Es mi deseo que todos los que me leen en este momento estén en paz con Dios.
“¡Qué maravillosa condescendencia!”, comenta Matthew Henry, “aunque Dios no pierde por la disputa, ni gana por la paz, aun así, a través de Sus ministros Él ruega a los pecadores que dejen a un lado su enemistad y acepten los términos que Él ofrece; para que sean reconciliados con Él, con todos Sus atributos, con todas Sus leyes y con todas Sus providencias. Que crean en el Mediador, que acepten la redención y que cumplan el evangelio, en todas las partes y completo diseño de éste”.
“¡Qué condescendencia sin paralelos y tiernas misericordias son mostradas en este verso!”, Wesley comenta al igual que Henry, “¿Alguna vez el juez le rogó al criminal condenado que aceptara el perdón? ¿Alguna vez el acreedor le rogó al deudor arruinado que reciba un recibo de que todo ha sido pagado? Sin embargo, nuestro Dios todopoderoso, nuestro eterno juez, no tan solo se digna en ofrecer estas bendiciones; sino que también nos invita, nos suplica y con la insistencia más tierna nos solicita que no rechacemos tales bendiciones”.
Es muy probable que ahora mismo yo me encuentre en la misma situación en la que se encontró Charles Spurgeon cuando dijo lo siguiente en uno de sus sermones: “¿Escucho a algún hermano de fuerte doctrina decir que no le gusta esto? Mi querido hermano… Si el Señor lo ha determinado así, tú debes aprobarlo; y si no lo apruebas, entonces tú eres el que estás mal y no la Escritura. Si Dios ruega y me manda a rogar como Él lo hace, yo lo haré. Y si soy considerado como un hombre vil por hacer tal cosa, entonces que así sea. Además, no hay nada de que avergonzarse en que Dios ruegue a Sus criaturas. Tú dices que nosotros hacemos que Dios ruegue a Sus criaturas. Pero te aseguro que así es como el Señor se presenta a sí mismo… Esto es una maravillosa condescendencia; si Él no se hubiera presentado así, nosotros no debiéramos hacerlo. Pero como Él lo ha hecho, no hacemos otra cosa que seguir Sus pisadas y citar Sus palabras”.
Ahora, debemos entender que éste no es un ruego que viene de alguna necesidad insatisfecha en Dios, sino que viene de Su gloriosa compasión. Éste no es como el ruego de un joven que piensa que su mundo se va a derrumbar si su novia lo deja. ¡Este ruego no es debilidad, es gloria! Es un ruego glorioso porque viene del único ser perfecto que no necesita de nada ni de nadie, pero que al mismo tiempo está tan lleno de compasión –y es amor en sí mismo– que no quiere que los pecadores sigan corriendo hacia la condenación eterna en el infierno; sino que sean salvados, que se reconcilien con Él y se gocen en Su presencia.