Tragedia en Jet Set: meditando en medio del duelo.

El martes 8 de abril de 2025, la República Dominicana despertó con una noticia devastadora que enlutó a toda la nación: a las 12 de la madrugada, durante un concierto del reconocido merenguero Rubby Pérez, el techo de la discoteca Jet Set colapsó repentinamente. Hasta el momento de escribir estas líneas, el Centro de Operaciones de Emergencia (COE) ha confirmado la muerte de 225 personas (221 fallecidas en la zona del desastre y 4 más en hospitales).

Sin lugar a dudas, ésta será recordada como una de las tragedias más grandes en la historia reciente del país. Oramos para que nuestro Dios, lleno de misericordia, consuele a cada familia que hoy sufre la pérdida de un ser querido. Nos ponemos en sus zapatos y lloramos con ellos.

Pero no nos detengamos solo en el lamento. En medio del duelo, es sabio reflexionar: ¿qué nos está diciendo Dios a través de todo esto? C. S. Lewis escribió: El dolor es el megáfono de Dios para despertar a un mundo sordo”. Aunque no pretendemos tener todas las respuestas, sí podemos afirmar con certeza que esta tragedia nos recuerda cuán frágil es la vida humana y cuán dependientes somos de Dios.

En los últimos versículos del capítulo 4 de Santiago, el autor –inspirado por Dios– advierte contra la arrogancia de hacer planes como si tuviéramos el control absoluto de nuestro futuro. Estoy seguro de que muchos de los que fallecieron esa noche tenían planes para el día siguiente, tal vez incluso para las horas posteriores. Pero tristemente, esos planes nunca se realizaron.

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Dios se involucra en lo ordinario.

En 2 Reyes 4, los versículos 1-7 vemos a Dios proveyendo para pagar las deudas de una familia empobrecida. En los versículos 8-37 vemos a Dios dándole “dos veces” (una vez por concepción y otra vez por resurrección) un hijo a una mujer que no podía tener hijos. Y en los versículos 38-44 vemos a Dios alimentando a un grupo de hombres hambrientos para que no mueran de hambre.

Gloria, soberanía y bondad de Dios.

Juan 9 relata que Jesús estaba pasando por el camino y vio a un ciego que estaba sentado, mendigando (v. 8). Y se nos dice que este ciego tenía esa condición desde su nacimiento. ¡Qué triste y seria era su enfermedad! No era una simulación. No era una enfermedad que con el tiempo se podía curar –él nació ciego, pasó toda su niñez ciego y ya era adulto y todavía estaba ciego–. Tampoco era una enfermedad que se podía mejorar con un medicamento o tratamiento.

NO POR UN PECADO

Los discípulos de Jesús se dirigieron a Él como “Rabí”, que significa “maestro”. Ellos tenían una pregunta difícil que sólo podía ser respondida por un maestro con un vasto conocimiento de la revelación divina. “¿Quién pecó…?” –ellos preguntaron–. Su pregunta no fue si la ceguera de este hombre era debido a un pecado, ellos suponían que sí. Ellos estaban preguntando si el pecado que había causado esta enfermedad –según ellos– había sido cometido por este hombre o por sus padres.

Recordemos que en Juan 5, Jesús le había dicho al paralítico de Betesda: “Mira, has sido sanado; no peques más, para que no te suceda algo peor” (v. 14). De ese pasaje aprendemos que una enfermedad puede ser el resultado de algún pecado específico cometido.

Pero debemos cuidarnos de llegar a esa conclusión rápidamente cuando veamos una enfermedad en otras personas o en nosotros mismos. No importa lo grave que ésta sea. ¿Por qué? Porque, en esta ocasión, Jesús les enseñó a Sus discípulos –y a nosotros– que una enfermedad no siempre es el resultado directo de algún pecado específico cometido:

“Ni este pecó, ni sus padres; sino que está ciego para que las obras de Dios se manifiesten en él” (v. 3).

SÍ PARA LA GLORIA DE DIOS

Dios había escogido a este hombre para ser como una pantalla a través de la cual las personas verían las obras gloriosas de Dios. Obras que Dios haría en este ciego, a través de Jesús, a quien Él envió. Es decir que el encuentro de Jesús con este hombre ciego no fue coincidencia, sino que ya había sido planeado por Dios y estaba ahora siendo ejecutado por Jesús.

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