La iglesia es: el templo del Espíritu.

¿Qué es la iglesia? Para algunos, la iglesia es un edificio de cuatro paredes [sin vida] al cual asistes para adorar a Dios. Pero en el Nuevo Testamento, ekklesia (palabra griega que se traduce como iglesia) significa una asamblea de creyentes que, en cualquier parte, se reúnen para adorar (1 Co. 11:18; 14:19, 23). También en el Nuevo Testamento podemos encontrar algunas metáforas de la iglesia, siendo una de ellas el templo del Espíritu.

En 1 Corintios 3:16, el apóstol Pablo hizo la siguiente pregunta: “¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?”. Después, en el versículo 17, el apóstol hizo la siguiente afirmación: “Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque el templo de Dios es santo, y eso es lo que ustedes son”.

La pregunta retórica en el versículo 16 busca afirmar la siguiente verdad: la iglesia es el templo de Dios. Y aunque en 1 Corintios 6:19 se habla de cada creyente como el templo de Dios, aquí se habla de toda la iglesia como el templo de Dios: “son [plural] templo [singular] de Dios”. Fíjense también que el templo de Dios no es el edificio de cuatro paredes, sino la asamblea de creyentes: “son [personas] templo de Dios… el templo de Dios es santo, y eso es lo que ustedes son”.

Este templo no está vacío. Este templo es la morada del Espíritu de Dios, quien es Dios mismo en esencia. No pasemos por alto que el apóstol dijo que el Espíritu “habita en ustedes”. Él no va y viene de la iglesia. Él habita de manera permanente en la iglesia. El Espíritu Santo está en cada creyente de manera individual (1 Co. 6:19). Y el Espíritu Santo está en medio de los creyentes de manera colectiva, cuando ellos están congregados.

Esta realidad de la que estamos hablando es asombrosa. El Dios que no tiene igual ni arriba en los cielos ni abajo en la tierra, quien no puede ser contenido por los cielos de los cielos, mora por medio de Su Espíritu en la asamblea de creyentes y atiende a sus necesidades. ¡Guao!

El templo de Dios, la asamblea de creyentes, es santo. Dios ha separado a este grupo de personas para Él. Dios ha roto las cadenas que los esclavizaban al pecado y ahora ellos son libres para servir a Dios.

Y es por eso que Dios, a través del apóstol, pronunció la severa advertencia de que si alguno destruye Su templo, Él lo destruirá a él. Es como si Dios dijera: “el que se mete con la iglesia, se mete conmigo”. O en palabras del profeta Zacarías: “el que los toca, toca la niña de Su ojo” (2:8).

Destruir el templo de Dios no se limita a quitarles la vida a los cristianos; también incluye destruir la unidad de los creyentes, desviar a la iglesia de la sana doctrina y pervertirla moralmente. Y todo aquel que hace tal cosa voluntariamente y sin arrepentimiento sincero, está llamando a la ira de Dios sobre sí.

Recordemos las palabras de Jesús en Mateo 18:6, que dice: “Pero al que haga pecar a uno de estos pequeñitos que creen en Mí, mejor le sería que le colgaran al cuello una piedra de molino de las que mueve un asno, y que se ahogara en lo profundo del mar”.

La verdad de que la iglesia es templo del Espíritu debe motivarnos, en primer lugar, a andar en santidad. Si somos el templo del Dios que es santo y el Espíritu que es santo habita en nosotros, seamos cada vez más santos.

En segundo lugar, cuidémonos de decir o actuar de tal manera que desviemos a la iglesia de la verdad o causemos división en ella. Todo intento de hacerle daño a la iglesia Dios lo toma personal.

¿Estás siendo sal de la tierra?

Muchas veces nos sorprendemos por lo mal que está este mundo. Y al decir “mundo” me refiero a las personas sin Dios que viven en este mundo. Y nos asombramos de que éste vaya de mal en peor: hoy se legalizan pecados que en otro tiempo eran penalizados; los pecados que antes eran escandalosos, hoy son celebrados abiertamente.

Pero esas cosas no deberían sorprendernos, al menos no mucho. Porque según la Palabra de Dios, las personas de este mundo están muertas en sus delitos y pecados; eso quiere decir, que si son dejados a ellos mismos, todo lo que pensarán, desearán y harán serán cosas malas. No podemos esperar que ellos actúen de otra manera por ellos mismos.

Lo que sí debería sorprendernos es que aquellos que han sido elegidos por Dios Padre para ser santos, salvados por Jesucristo del pecado y que están siendo santificados por el Espíritu Santo estén en un punto medio o se conformen a forma de pensar de las personas sin Dios que viven en este mundo. Eso sí deberá sorprendernos mucho.

LA SAL

En el contexto del sermón del monte, Jesús dirigió la siguiente enseñanza a Sus discípulos que se habían acercado a Él para escucharlo:

“Ustedes son la sal de la tierra; pero si la sal se ha vuelto insípida, ¿con qué se hará salada otra vez? Ya no sirve para nada, sino para ser echada fuera y pisoteada por los hombres” (Mateo 5:13).

Aunque no todos podemos definir científicamente qué es la sal, sí podemos identificarla: la sal es una sustancia blanca y cristalina, de sabor acre y que se disuelve fácilmente en el agua. ¿Para qué sirve la sal? La sal sirve como condimento, para sazonar o dar sabor a la comida (Job 6:6). Pero también sirve para preservar los alimentos (principalmente las carnes) de corromperse con bacterias. Es por eso que le echan sal al bacalao, para conservarlo por meses.

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¿Qué implica la resurrección para la santificación?

En el artículo La resurrección de Jesús: qué tiene que ver conmigo vimos que debido a que Jesús resucitó, nuestra predicación y nuestra fe en Jesús no es en vano; pero también vimos que aquellos que se niegan a ir a Jesucristo cometen tanto un gran pecado como una gran necedad ya que están rechazando a quien Dios ha elegido para dar salvación.

En este artículo quiero que consideremos qué implica la resurrección de Jesús para nuestra santificación diaria (o la conformación progresiva al carácter de Jesucristo) del creyente. Y el versículo a partir del cual quiero que veamos eso es Romanos 6:4, que dice:

“Por tanto, hemos sido sepultados con Él por medio del bautismo para muerte, a fin de que como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en novedad de vida”.

El contexto de ese versículo es el siguiente: el apóstol Pablo (inspirado por Dios) había dicho que «donde el pecado abundó, sobreabundó la gracia» (Ro. 5:20). Después, pasó a explicar que esa sobreabundaste gracia no es una licencia para pecar (Ro. 6:1, 2).

En el versículo 4 se menciona el bautismo. Pero ese bautismo del cual se habla aquí no es el bautismo en agua, sino que se refiere a esa realidad a la cual el bautismo en agua apunta: la unión espiritual del creyente con Jesucristo. Los creyentes hemos sido unidos espiritualmente a Jesucristo, por Dios Padre; de tal manera que cuando Jesucristo murió nosotros también morimos y cuando Él resucitó nosotros también resucitamos.

Cuando Jesucristo murió, ¿a qué nosotros morimos? Al pecado (Ro. 6:2). Eso quiere decir que las cadenas que nos ataban al pecado han sido rotas. ¡Ya no somos esclavos del pecado! Cuando Jesucristo resucitó, ¿a qué nosotros resucitamos? A una nueva vida para Dios (vv. 4, 12, 13). Eso quiere decir que se nos ha dado la capacidad de amar y obedecer a Dios. ¡Ahora somos voluntariamente esclavos de Dios!

Así que, la resurrección implica que ahora podemos tener un estilo de vida caracterizado no por la perseverancia en el pecado, sino por una relación viva y de obediencia a Dios. Vivir en santidad es posible, ¡tan cierto como Jesucristo resucitó! No vivamos tan sólo un día de santidad, vivamos los otros 364 días a la luz del domingo de resurrección.