Las guerras son agotadoras –especialmente las largas–. Es por eso que a menudo estás cansado. Muchos soldados, que experimentan la ferocidad del combate, quieren salir de él. Es por eso que estás tentado a escapar. Es por eso que estás tentado a rendirte.
Pero no te rindas. No, más bien “esforzaos y no desmayéis, porque hay recompensa por vuestra obra” (2 Crónicas 15:7).
No te rindas cuando ese pecado familiar, que todavía está agachado en tu puerta después de todos estos años, salta otra vez con tentación:
“No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea común a los hombres; y fiel es Dios, que no permitirá que vosotros seáis tentados más allá de lo que podéis soportar, sino que con la tentación proveerá también la vía de escape, a fin de que podáis resistirla” (1 Corintios 10:13).
No te rindas cuando sientas ese profundo cansancio en tu alma debido a largas batallas con debilidades persistentes:
“Y El me ha dicho: Te basta mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, muy gustosamente me gloriaré más bien en mis debilidades, para que el poder de Cristo more en mí” (2 Corintios 12:9).
No te rindas cuando tus largas pedidas-y-buscadas-y-tocadas oraciones todavía no han sido respondidas:
“Y les refería Jesús una parábola para enseñarles que ellos debían orar en todo tiempo, y no desfallecer” (Lucas 18:1).
