En el Salmo 22 podemos ver lo que yo llamo “la lucha entre los sentimientos y la fe” en el corazón de David. O para ser más preciso, podemos ver la lucha entre los sentimientos que no están basados en la Palabra de Dios y la fe que sí está basada en la Palabra de Dios.
En el versículo 1, el salmista se lamenta: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación y de las palabras de mi clamor?”. David está experimentado sufrimiento social tanto de su pueblo (vv. 6-8) como de sus enemigos (vv. 12, 13, 16-18). David está sufriendo emocional y físicamente (vv. 14, 15). David siente que Dios lo ha abandonado, siente que Dios se ha alejado, siente que Dios ya no responde a sus oraciones (v. 2).
Sin embargo, aunque David se siente de esa manera, él no ha perdido su fe en Dios. David sigue confiando en Dios como el Dios que está con y para él, por eso David dice: “Dios mío, Dios mío”. En vez de David correr de Dios, él corre hacia Dios. En vez de David dejar de clamar a Dios, él continúa clamando a Dios. En vez de David continuar en un lamento interminable, él cambia su lamento en alabanza (vv. 22-31).
Esa lucha (entre los sentimientos y la fe) que tuvo lugar en el corazón de David también tiene lugar en el corazón de todo creyente verdadero. Las aflicciones por las cuales pasamos, los sufrimientos que experimentamos, nos hacen sentir como que Dios nos ha abandonado. Pero no es así, podemos seguir aferrándonos a Dios como “mi Dios”; porque Dios sigue estando con Su pueblo y a favor de Su pueblo.
¿Cómo podemos saber que eso es verdad? Precisamente para eso fue que Dios Padre abandonó en ira a Su hijo Jesucristo en la cruz, para nunca tener que abandonarnos a ti y a mí. Él escondió de Jesucristo Su rostro, para hacer resplandecer sobre nosotros Su rostro y tener misericordia de nosotros. Ahora, todas las cosas que experimentamos –incluso los sufrimientos más agudos– obran para nuestro bien (Ro. 8:28). Cuando las aflicciones en nuestro camino abundan, también abunda el consuelo de Dios por medio de Cristo (2 Co. 1:5). Y aun cuando somos disciplinados por Dios, esa disciplina no viene de un corazón airado que quiere destruirnos; sino que la disciplina viene de un corazón amoroso que sabe lo que es mejor para nosotros (Heb. 12:5-11). Así que, cuando las aflicciones vengan a tu vida, recuérdale a tu alma:
“Las nubes que hoy infunden gran temor
Llenas están de gran misericordia
Que manda sobre [ti] en su amor.
[…]
Tras un hecho de un ceño fruncido
Su rostro esconde una sonrisa”.