Según el apóstol Juan en su primera carta, ser un creyente genuino es sinónimo de tener vida eterna, es sinónimo de andar en la luz. En el capítulo 1, Juan explica que uno de los distintivos de quien anda en la luz es que confiesa sus pecados a Dios. Y esta confesión es el medio (no negociable) por el cual recibimos el perdón que Dios nos ofrece en Cristo Jesús. Así lo expresa el apóstol:
“Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos los pecados y para limpiarnos de toda maldad” (v. 9).
La confesión debe dirigirse a Dios, porque es a Él a quien hemos ofendido. Y sólo Él tiene la autoridad y el poder para perdonar nuestros pecados.
Lo que debemos confesar son nuestros pecados. Aunque el término “pecado” literalmente significa “errar al blanco”, esto no se refiere meramente a errores involuntarios. Más bien, señala cómo nuestras acciones y actitudes quedan cortas frente a los estándares santos de Dios; no cumplen con Sus demandas.
Entonces, surge una pregunta clave: ¿qué significa realmente “confesar”?
La palabra que se traduce aquí como «confesar» conlleva la idea de estar de acuerdo con alguien, alinearse con su perspectiva, respaldar lo que dice. Es decir, implica llegar a la misma conclusión que otra persona. Por lo tanto, confesar nuestros pecados a Dios significa decir lo mismo que Él dice acerca de nuestro pecado: reconocer su gravedad, admitir que debe ser odiado con todo el corazón y combatido con todas nuestras fuerzas. También implica aceptar que Dios sería justo si decidiera castigarnos o disciplinarnos por nuestra desobediencia.
Un ejemplo de esta actitud lo encontramos en David. En el Salmo 51:3-5, él no niega su pecado ni lo minimiza, sino que lo reconoce abiertamente delante de Dios. Estas son sus palabras:
«Porque yo reconozco mis transgresiones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra Ti, contra Ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de Tus ojos, de manera que eres justo cuando hablas, y sin reproche cuando juzgas. Yo nací en iniquidad, y en pecado me concibió mi madre».
Cuando confesamos nuestros pecados de esta manera —alineándonos con lo que Dios dice sobre ellos— no los disfrazaremos con nombres más suaves ni les pondremos etiquetas aceptables:
- No llamaremos “puntos a mejorar” a lo que Dios llama maldad.
- No diremos “mentira blanca” para suavizar lo que sigue siendo mentira.
- No justificaremos el chisme con frases piadosas como “compartir algo para que oremos por eso”.
- No disfrazaremos la avaricia como “capacidad de ahorro”;
- ni la ansiedad como “previsión futura”.
- No llamaremos “inconformismo” a la falta de contentamiento;
- ni “reconocimiento de virtudes” al orgullo.
- No consideraremos a una persona iracunda como alguien con “alto sentido de justicia”.
- No diremos que simplemente “decimos la verdad” cuando en realidad usamos palabras ásperas;
- ni afirmaremos que “somos prudentes al hablar” cuando en realidad lo que tenemos es temor a los hombres.
Cuando confesamos verdaderamente, no sólo dejamos de negar nuestro pecado:
- tampoco culpamos a otros (“esa persona me provocó”),
- no lo minimizamos (“¿qué tiene eso de malo?”, “¡nadie es perfecto!”, “¡todo el mundo lo hace!”),
- ni lo justificamos (“sí, hice eso, pero lo hice porque…”).
Y tú, ¿ya confesaste tu pecado ante Dios? Si aún no lo has hecho, este es un buen momento para hacerlo y recibir el perdón que Dios te ofrece en Jesús.