“Bendice, alma mía, al Señor, y bendiga todo mi ser Su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides ninguno de Sus beneficios” (Salmos 103:1, 2).
Lo primero con lo que nos topamos al leer el Salmo 103 es con un “Bendice”. El salmista repite lo mismo en el versículo dos y vuelve a repetirlo en los últimos tres versículos del capítulo (en plural). Y aunque los cristianos decimos mucho “¡bendiciones!” y “¡Dios te bendiga!”, ¿sabes lo que significa?
Bendecir es literalmente decir cosas buenas. Cuando nosotros bendecimos a otros hombres le deseamos que cosas buenas vengan sobre sus vidas. Pero bendecir, en el contexto del Salmo 103, es una expresión de adoración. ¿Adoración a quién? El salmista dice: “al Señor”.
Cuando nosotros bendecimos al Señor no estamos deseando que cosas buenas vengan sobre Dios. Cuando bendecimos al Señor no estamos añadiendo algo bueno a Dios como si Él no lo tuviera y necesitara de nosotros para tenerlo. Cuando bendecimos al Señor estamos describiendo a Dios. Dicho de otra manera, no hacemos nada más que reconocer lo bueno, lo hermoso, lo glorioso, lo majestuoso, lo perfecto que Él ya es.
El Señor es eterno, sin principio ni final. El Señor fue quien dio origen y quien sustenta a los cielos y la tierra. El Señor es auto-existente y auto-suficiente, por lo tanto, Él es el único que no necesita de nada ni de nadie fuera de sí mismo. El Señor es el único Dios verdadero, nadie es como Él. El Señor es Santo, Santo, Santo. El Señor es el Rey de reyes y Señor de señores; a Él todos tienen que dar cuenta, y no hay nadie por encima de Él.
Aun así, el Señor liberó a la nación de Israel de la esclavitud en Egipto y nos salvó, en Jesucristo, de nuestros pecados. El Señor ha adquirido un pueblo para sí y Él se ha comprometido a ser su Dios. ¡A ese Dios es que hay que bendecir!
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